Hay un tiempo de
cantar y un tiempo de llorar, un tiempo de danzas y un tiempo de duelo (5,15). Queremos
olvidar el tiempo del llanto o alejar el dolor inminente. Pero el duelo acude
inexorablemente a su cita con el mortal. Tiempo de duelo para Israel por la
ciudad amada, por la ciudad materna, Jerusalén (Sal 35, 14); por el templo, bello
como novia y como esposa (Ez 24,21). Es el reverso total del Cántico, el llanto
por la belleza desfigurada (4,7).
Llora el poeta
porque ha pasado la locura humana, la furia destructora de la bestia (5,11-12).
Detrás de cada escena dolorosa e incomprensible acecha la bestia (3,10) Y salta
contra nuestra despreocupación, nos descubre el horror profundo y ancestral de
ser humano (4,10). Ha pasado el poder de la Muerte, con su espada insaciable
(1,20).
¿Quién desata el
poder de la Muerte? ¿No es la sangre, que llama a la sangre? (4,13; cfr. Gn
9,6). Ha pasado la ira divina desencadenando a los hombres. O ¿ha sido «sin
ímpetu de manos humanas»? (4,6). Una cólera que es látigo y es fuego (1,12; 2,4;
3,1); una acción que nos sobrecoge (3,47), nos hace pensar (3,40) y nos
desborda (2,20).
Pero no sólo es
tiempo de llorar, sino también de decir y meditar.
Porque pasando por
el camino (1,12) tenemos prisa y miedo, el poeta reitera sus versos,
arrojándonos una invitación violenta al duelo. Porque además hay que
contrarrestar a otros que pasan por el camino para desahogar el afán de
venganza y cebar el rencor (2,15).
Cuando todavía no
sufrimos nosotros, quizá la compasión nos pueda salvar, quizá ella domestique
nuestra bestia agazapada y haga madurar nuestra humanidad, que sólo es tal si
es compartida.
También Jesús se
detuvo en el camino para llorar por Jerusalén, y cuando algunas mujeres
lloraban por él las invitó a llorar por los que iban a sufrir. La liturgia
cristiana lee estos textos durante la Semana Santa, invitando al duelo por el
sufrimiento del Inocente que padece por los demás. ¡Dichosos los que lloran,
porque serán consolados!
¿Es también tiempo
de queja? Por el dolor de los inocentes (2,12) ¿Queja de quién? ¿Del enemigo
que se excede o de Dios que lo dispone o permite? (3,37). El poeta de la
tercera elegía reprime la queja para ahondar en la reflexión (3,39).
y así, el poeta,
reprimiendo un amago de queja, pasa del llanto a la penitencia (3,40). El
abismo del dolor llama al abismo del pecado con voz de elegía, y el abismo del
pecado confesado llama al abismo de la misericordia (3,21-22). En estos cantos
de dolor alienta la esperanza, brilla un rescoldo viejo, que el poeta invoca
mesurado (5,21).
Es verdad que el
horizonte se nos cierra en estas elegías. Varias veces el poeta concluye pidiendo
venganza de sus enemigos: 1,21; 3,66; 4,21. Nos parece escuchar en tales
palabras el placer de la venganza (2,15) Si es así, tememos que se abra la
espiral del odio. Y no basta decir que el enemigo se excedió, que su función de
verdugos no justificaba su crueldad, que la venganza es la justicia vindicativa
de Dios. Esto es verdad, pero es "renovar el pasado", no salir de él.
Es lo mismo que pedía Jeremías (15,15; 17,18; 18,21-23; 20,11). Ni siquiera
basta decir que el hombre no se toma la venganza, sino que se la encomienda a
Dios -lo cual no es falso-. La novedad comenzará cuando el inocente pida al
Padre perdón para sus enemigos, "porque no saben lo que hacen».
Las Lamentaciones, por
la grandeza del dolor (2,13) Y por la intensidad de su expresión, nos conducen
hasta ese límite de nuestra experiencia humana en que nos sentimos pequeños
frente a la grandeza del sufrimiento, lo inmenso de la crueldad humana y la
amenaza del odio en nosotros. Desde lo hondo del llanto levantamos ojos y corazón
(3,41), buscando aigo más grande que el dolor y el odio: 5,19; 3,23; 3,32.
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